Uno de los estudios más intrigantes sobre el amor que conozco fue el que se publicó en 1982 sobre las diferencias entre matrimonios concertados en la India y matrimonios de libre elección en Estados Unidos. A ambos grupos se les preguntó antes de casarse sobre su nivel de pasión y de compasión hacia la pareja, es decir, la empatía profunda hacia el otro. Como era de esperar (o lo que yo esperaba, al menos), los que habían podido elegir estaban la mar de contentos con su boda, mostraban una altísima pasión, aunque quizá no tanta compasión. Sin embargo, los matrimonios concertados por las familias mostraban baja pasión y compasión inicial. Hasta aquí, ninguna sorpresa.
Lo curioso vino tiempo después. Los investigadores, con una paciencia admirable, volvieron a encuestar a los mismos matrimonios que ya habían convivido cinco años y curiosamente, las puntuaciones sobre el amor a su pareja eran similares tanto para los concertados en la India como para los elegidos libremente en Estados Unidos. Pero lo más impactante vino más tarde. Los investigadores volvieron a hacer la famosa encuesta ydiez años después de casados, los matrimonios concertados mostraban incluso el doble de compasión hacia su pareja que los que habían escogido libremente (¡!). Este estudio se repitió en 2005, también se realizaron otras investigaciones sobre matrimonios de judíos ortodoxos y japoneses y los resultados fueron similares… Ya decía al principio que era uno de los estudios más intrigantes, porque todo lo que suene a matrimonio concertado se da de bruces con nuestra mentalidad y nuestro concepto de libertad occidental (más de uno o una diríamos “socorro”). Pero dejando al margen las cuestiones culturales, quizá haya una reflexión más profunda: Amar es un proceso que podemos vivir independientemente de nuestro punto de partida.
Erich Fromm allá por 1959 decía que el amor es un arte y que como buen arte que se precie, requiere esfuerzo, disciplina, tiempo… y no solo placer. Él escribía que el problema del amor consiste en ser amado, encontrar esa pareja que me entienda, me ayude… (añadamos la lista de deseos a los Reyes Magos) y no en amar. Cuando uno desea ser amado, trabaja para ser digno de ello: tiene mucho poder o éxito o busca ser muy atractivo. Trabajas duro en ti, creas las oportunidades y esperas que el “amor” te reconozca por tu valía. Aquí es donde surge el problema. Así entendido, el amor se vive como un objeto mientras que amar es una facultad que vamos entrenando con el tiempo. Al amor lo llenamos de exigencias sobre la pareja (los hijos, la familia…), mientras que amar es reconocer al otro y reconocerte a ti mismo en tu vulnerabilidad y no solo en tu éxito.
Hollywood nos ha hecho soñar muchas veces con “perfectas” relaciones, que terminan en momentos bellísimos y que, sin embargo, son de cartón piedra. Nos quedamos prendados del enamoramiento y cuando las cosas se tuercen (porque todos somos humanos, que no perfectos), podemos pensar que nos hemos equivocado y que habrá alguien allí esperando a descubrirnos. Lo importante por tanto no es enamorarse, que las hormonas ya se encargan, sino mantener dicho enamoramiento que solo se logra aprendiendo a amar (y no solo porque la otra persona cambie como a ti te gustaría).
Sabemos que el enamoramiento es intenso, pero que es mucho más mágico amar (a pareja, familia, amigos…). Amar es un proceso muy personal, alejado de recetas fáciles, pero si lo has vivido sabrás que penetra más profundamente el alma, te lleva a espacios donde puedes descansar de tus vulnerabilidades y te ayuda a disolver el miedo más terrible, el de la soledad. Y lo más importante, el amor es por lo que vale la pena vivir.Por ello, dejemos de anhelar el amor “perfecto” y aprendamos a entrenarnos en el arte de amar.
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