“Esto no tiene perdón de Dios”, “perdono pero no olvido”, “es mejor pedir perdón que pedir permiso”… Son solo algunos ejemplos que escuchamos casi a diario como latiguillo lingüístico y que ilustran de manera clara que el perdón está muy presente en la sabiduría popular pero, a pesar de ello, todavía es una de las palabras que más nos cuesta pronunciar de forma sincera. Hay quienes equiparan la dificultad de decir ‘perdón’ a decir ‘te quiero’ o, como Martin Luther King, que las integró cuando aseguró que “el que es incapaz de perdonar es incapaz de amar”.

Lo cierto es que el perdón es un acto de ida y vuelta importantísimo, tanto para el emisor como para el receptor. En él reside un componente de dificultad si cabe mayor porque, si ya nos cuesta pedir perdón, en muchas ocasiones nos resulta mucho más complicada la acción de concederlo.

No todos los perdones están en el mismo nivel de dificultad. Lo mismo que hay diferentes grados de agravios, existen diferentes grados de perdón. Es obvio que no tiene la misma dificultad perdonar a quien te roba cinco euros que a quien te es infiel… y mucho menos para quien pierde a un familiar porque un copiloto decide estrellar el avión contra los Alpes, como lo que ha sucedido desgraciadamente esta semana, por reflejar algunos casos. Pero en todos esos perdones hay un patrón que los une: siempre, sin excepción, el acto de perdonar ofrece una sensación de libertad a quien lo ejerce.

La escritora, oradora y coach Colleen Haggerty cuenta con desgarro su historia personal en su ponencia del TED, ‘Perdonar lo imperdonable’. Haggerty sufrió un pequeño accidente de tráfico que se transformó en un trauma que le acompaña desde entonces. Tras un ligero golpe trató de salir de su vehículo para pedir ayuda. Fue entonces cuando vio llegar sin remedio un coche descontrolado que la arrolló a toda velocidad. Perdió una pierna. Desde entonces, cuenta, vivió en compañía de una amargura constante y de un dolor que le dio la mano durante quince años. El rencor hacia ese hombre le comía por dentro y más aún cuando en ningún momento se interesó por ella. Pero un día decidió mirarle a los ojos. Decidió mirar hacia delante. Quizá lo hizo para descargar al fin toda su ira contra él, pero lo cierto es que esa experiencia le salvó.

Se citó con él y en ese momento, cara a cara, aquel hombre le detalló entre sollozos la amargura que  le había acompañado desde ese fatídico día, una amargura que le llevó a una profunda depresión y que afectó a su matrimonio hasta el punto de divorciarse. Colleen ni siquiera pudo descargar todo ese discurso acumulado de reproches infinitos hacia él. Tras escucharle, decidió perdonarle.

Según cuenta, fue ese acto el que le proporcionó libertad. “Y fue cuando sentí compasión. Seguía sin pierna pero todo lo demás en mi interior había cambiado. Desde ese momento dejé de ser una víctima porque ya no me dolía que me recordaran lo sucedido. Y no fue casualidad que un año después de perdonarle conociera a mi marido. Cuando me levanté de esa carretera y perdoné el pasado, tuve la oportunidad de crear futuro. Sé que es difícil perdonar cuando no hay empatía o arrepentimiento, pero finalmente la decisión de perdonar es un regalo que damos nosotros”.

La acción del perdón otorga poder. Quizá un poder que no quisimos tener, pero pensemos que en ese momento se nos ofrece una situación no buscada, pero privilegiada al fin y al cabo. Recordemos la famosa escena de ‘La lista de Schindler’ donde el protagonista trata de hacer ver al sanguinario nazi que no hay mayor poder que el de conceder perdón, aunque en este caso no sirviera para mucho.

Según el doctor en Psicología de la Universidad de Wisconsin, Robert D. Enright,perdonar es beneficioso incluso para nuestra salud. Si acumulamos odio o rencor, si no lo liberamos a través del perdón, corremos el riesgo de aumentar la cadena, ya sea desde dentro en forma de enfermedades o hacia fuera, contagiando a los demás nuestra ira constante. Porque si no estamos cómodos en nuestro interior lo pagaremos con los que tenemos cerca y habitualmente lo hacemos con los seres que más queremos.

Podemos perdonar o no. Es un acto personal, respetable y voluntario. Si decidimos afrontar con valentía el desprendernos de la ira o el enfado, podremos perdonar por muchos motivos, ya sea por piedad, por lástima, por cariño, por convicciones religiosas, por amor, por solidaridad, por convivencia… pero también podemos hacerlo por nosotros. Porque como dijo Dalai Lama:

“Si no perdonas por amor, perdona al menos por egoísmo, por tu propio bienestar”

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