Un día quieres cambiar algo en tu vida. Deseas hacer más deporte, retomar las clases de inglés o dejar de fumar. Pagas la cuota del gimnasio (¡además por un año), te apuntas a una academia o te compras cigarrillos mentolados. Sin embargo, pasan los días y lo que se comenzó con mucho entusiasmo se va desdibujando en el tiempo. ¿Motivo? Nos cuesta cambiar los hábitos.

Aristóteles dijo hace veinticinco siglos que somos seres de hábitos. Y la neurociencia está profundizando en ello. Gracias a los hábitos, conseguimos que nuestro cerebro ahorre energía y de ese modo, somos capaces de realizar, al mismo tiempo, diferentes tareas (no podemos manejar más de cuatro conceptos/tareas a la vez y si una de las tareas es nueva, solo se puede compaginar con tres inconscientes o ya conocidas). Si no, pensemos cuando aprendimos a conducir. Los primeros días nuestra concentración sólo está puesta en el cambio de marchas o en las reglas en las que nos han insistido en la autoescuela. Después de un tiempo, ni somos conscientes de cuándo cambiamos la marcha y lo que es más interesante, mientras conducimos, podemos ir pensando además en otras cosas. Todo ello se logra a través de una nueva agrupación neuronal.

Cuando se analiza la formación de un hábito en nuestro cerebro, se comprueba que es una agrupación de neuronas que necesita de varios elementos. Por un parte, una intención, un deseo, que en realidad es fruto de una necesidad. Cuando todo ello ocurre, nuestras neuronas se aproximan gracias a la dilatación de las células de Schwann que recubren el axón. Sin embargo, lo que permite que dicha agrupación tenga consistencia es la repetición en el tiempo. Cada vez que repetimos una acción, como conducir, nuestras neuronas van desprendiendo vainas de mielina que ayudan a que dicha agrupación se afiance con fuerza. Pues bien, en la actualidad se sigue estudiando el número de veces que necesitamos repetir una acción para convertirla en hábito. Se habla de veintiún días de repetición para hábitos sencillos como la práctica de algunos deportes, por ejemplo. Sin embargo, para hábitos más complejos como cambiar una actitud o desarrollar algunas habilidades, se necesita más tiempo, en torno a 24 semanas mínimo. Así pues, si no hay repetición, no habrá nunca cambio de hábitos. Y cuidado, los hábitos antiguos no se olvidan, como ha demostrado Ann Graybiel, investigadora del MIT.

Nos cuesta tanto memorizar una rutina que, aunque no se utilice, por si acaso guardamos una copia de seguridad -en terminología informática- en algún rincón de nuestra cabeza. Gracias a esta “prudencia almacenística”, cuando un exfumador enciende un cigarro, diciéndose a sí mismo que sólo es una caladita, tiene muchísimas probabilidades de volver a caer. Se ha demostrado en pequeños mamíferos y sin necesidad de tabaco. Graybiel investigó con ratas que debían atravesar un laberinto complejo en donde tenían que encontrar una chocolatina mientras los investigadores medían su actividad neuronal. En un momento dado, les quitaron la chocolatina y las ratas se dedicaron a otras cosas. Sin embargo, pasado el tiempo, cuando los investigadores volvieron a poner el premio, rápidamente se activó en las ratas el patrón de comportamiento que les recordaba el camino. Tenían su copia de seguridad bien almacenada. En otras palabras, un hábito aprendido nunca se borra del todo y, en especial, si te ha dado placer o ha dado contenido a tu tiempo.

Receta

  1. Para cambiar un hábito se necesita intención de querer hacerlo. Puede ser por deseo o por obligación, como comenzar una nueva dieta por motivos de salud. Lógicamente, si es por deseo será a priori más fácil, aunque no está exento de dificultades.
  2. Los hábitos antiguos no se olvidan. Así pues, si queremos cambiar algo tenemos que pensar qué nuevas rutinas hemos de comenzar a hacer.
  3. Frecuencia, frecuencia y frecuencia. Es el gran mantra del cambio de hábitos.

Fórmula

Para cambiar un hábito necesitamos = intención + saber cómo hacerlo + frecuencia. Y cuidado, los hábitos antiguos no se olvidan.

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