Es posible que hayas tenido alguna conversación con un amigo, familiar o jefe que te pide algo que no te apetece demasiado, pero que acabas aceptando. Y no porque la otra persona tuviera una tremenda capacidad de influencia, sino sencillamente porque te resultó difícil decirle que no. Poner límites es una de las pruebas más difíciles a las que nos enfrentamos y uno de los mejores termómetros de madurez (y de salud mental, por cierto). No es fácil, reconozcámoslo. Nuestros propios miedos de serie no ayudan en exceso. Como decía Aristóteles, somos animales sociales por naturaleza, lo que significa que nos entregamos en cuerpo y alma a ser parte de nuestro grupo. Por eso, buscamos agradar, nos encanta que nos reconozcan los que nos importan y sufrimos tinta china cuando tenemos que decir “no” a personas relevantes para nosotros. Por suerte, esta dificultad va variando a lo largo de los años.
En la adolescencia caemos en los brazos del grupo y en general nos importa más lo que digan los compañeros de clase que los profesores o los pobres padres (motivo por el que esa etapa de los hijos es un sufrimiento para más de uno). Sin embargo, cuando crecemos, vamos conformando nuestra personalidad y nuestro carácter, y nos sentimos más fuertes y menos vulnerables si pronunciamos el maravilloso “no”. También tiene que ver con el género. Según algunas investigaciones, las mujeres tenemos tendencia a ser más complacientes que los hombres por una presión social (o histórica), por la que se valora peor la asertividad femenina que la masculina. Pero, dicho todo lo anterior, necesitamos saber decir que no. Es la mejor manera de proteger nuestros límites, de cuidarnos y de crecer sin buscar la aprobación constante de los otros. Aprender a decirlo no significa ser desagradable o resultar áspero. Se puede conseguir de un modo amable, sin herir, defendiendo nuestra postura y sin hacer daño al de enfrente. Veamos cómo hacerlo con las personas que más nos cuesta, con aquellos que nos importan:
Primero, identifica qué límites quieres poner y con quién. Una pregunta previa consiste en saber en qué áreas te estás dejando llevar más: ¿es con la pareja?, ¿con el jefe?, ¿con los compañeros?, ¿cómo lo consiguen, cuando se ponen agresivos, cuando te adornan la petición… o siempre te ocurre? Eso te dará pistas. Una vez identificado, ponte un objetivo concreto y prueba con los siguientes pasos.
Segundo, da una respuesta de un modo amable, basada en los objetivos pero sin demasiadas explicaciones: “no puedo ayudarte con este informe, porque me han pedido que entregue este otro mañana y voy muy mal de tiempo”. No caigas en justificaciones infinitas, que aburren al interlocutor y te hacen perder fuerza; o en excusas fácilmente desmontables. Si dices, “no puedo ir a tu fiesta porque no tengo tiempo para preparar nada de comida”, la otra persona puede responderte que se encarga de todo o que debajo de su casa hay una tienda donde puedes comprar algo… Con su respuesta, te desmonta la excusa.
Tercero, incluye la técnica de la negociación. Siguiendo con el ejemplo anterior de la fiesta, puedes decir que no vas ese día por un motivo, pero como te apetece verle, le propones que te acercas otro día. O en el caso del compañero de trabajo que te solicita un informe, le dices que no puedes en ese momento, pero que cuando termines el que estás preparando puedes ayudarle. De ese modo, abres una ventana de oportunidad.
Cuarto, explica el impacto tomando como referencia a una tercera persona. Podría ser: “si hago esto que me pides, tendría que decirle que no a fulanito”. De esta manera, tu posición queda más protegida y tienes un argumento de fuerza. Esto ocurre muchas veces en temas familiares: “No puedo acudir a esta reunión porque le he prometido a mi hijo acompañarle en un evento del colegio”, por ejemplo.
Y quinto, aprende de alguien que te guste cómo gestiona estas situaciones y experimenta poco a poco. La ventaja de ser sociales es que mejoramos a través de la observación; por ello, fíjate en alguna persona que sea un referente, analiza sus argumentos, su lenguaje no verbal y ponlo en práctica en situaciones cómodas, primero, y más difíciles después.
En definitiva, aprender a decir “no” es básico para decir “sí” a lo que realmente nos importa. Lo necesitamos para cuidarnos, para proteger a personas o proyectos que sí queremos hacer y para no defraudar expectativas si aceptamos todo cuanto nos piden.