El origen del chivo expiatorio se remonta a un ritual del antiguo pueblo de Judea en que se escogían dos cabras macho. Uno era sacrificado y otro, el chivo expiatorio, cargaba con todos los pecados y era abandonado a su suerte en medio del desierto mientras le insultaban y tiraban piedras… Pobre animal.
Pues bien, el chivo expiatorio es aquel inocente sobre el que recaen las culpas sin venir a cuento. Y parece que buscar a un culpable es un fenómeno que sucede también en el compartamiento animal. Frans de Waal en su maravilloso libro «El mono que llevamos dentro» lo analiza en relación al comportamiento de los chimpacés. Cuenta Waal que cuando se están formando los grupos de chimpancés en cautividad buscan una cabeza de turco por dos motivos: Primero, porque libera tensiones entre los que mandan (es menos arriesgado pegar a un inocente que a uno fuerte); segundo, porque une al grupo. Poco importa el chivo expiatorio que se escoja: Puede ser el reflejo de ellos en la vasija o incluso los leones del recinto de al lado, con la necesaria fosa en medio, claro está. Por cierto, los chimpacés son xenófobos y asesinan a otros monos de diferentes razas, o incluso de la suya propia por conflictos de poder. También cuenta Waal que precisamente cuando el grupo está asentado no hace falta buscar chivos expiatorios. La ausencia de ello es sin duda, un signo fiable de estabilidad. Este hecho, por cierto, también se ve en las empresas. Es más fácil cargar el mochuelo a uno de forma colectiva que no aceptar individualmente nuestros errores o miedos.
Así pues, nuestros problemas con la diversidad en algunos casos tienen un fondo animal, por mucho que nos pese. En la medida que sepamos separarnos de estos instintos, abordar nuestros miedos de soledad y crecer en una educación mucho más abierta, podermos aceptar la diversidad de raza, género, cultura… Y ese es uno de los retos en la educación y en las organizaciones en un mundo tan globalizado como en el que vivimos.