Bajas a la playa y no tienes espacio para estirar la toalla por la cantidad de personas que están tomando el sol. Vas a un monumento maravilloso y no consigues hacer una foto sin un sinfín de desconocidos de fondo… Si en esos momentos te enfadas por el exceso de turistas y preferirías que desaparecieran todos de un plumazo, tranquilo, tranquila, es normal. Forma parte de nuestra “incomodidad animal” cuando perdemos nuestro espacio físico deseado, como se explica en la sociología.
Edward T. Hall publicó en 1959 un libro muy inspirador, El Lenguaje Silencioso, en el que analiza la relación que vivimos con el espacio. “Todo ser vivo tiene unos límites que lo separan de su entorno exterior”, escribía, y cuando dichos límites se alteran es cuando se nos despiertan emociones incómodas. Si alguien nos habla demasiado cerca, tendemos a dar un paso atrás para mantener el límite que necesitamos. Si una persona se aleja demasiado cuando le contamos algo importante, nos acercamos inconscientemente. Hall midió las diferentes distancias. Entramos en la “distancia mínima” cuando hablamos con familiares o amigos, y esta oscila de 15 a 45 centímetros; la “distancia social”, la que se utiliza para los negocios o reuniones sociales, es de 1,21 a 2,13 metros en la fase cercana, o de 2,13 a 3,65 metros, en la lejana.
Pues bien, cada persona tiene necesidad de mantener una determinada distancia física a su alrededor dependiendo de su cultura, de su carácter, de con quién hable o del humor del día. Pero cuando hay mucha gente, nuestra querida distancia se rompe. Por eso nos molesta, por una cuestión de supervivencia puramente animal (además de las lógicas incomodidades que acarrea).
Este malestar puede ser ocasional o puede derivar en auténtica fobia, la turismofobia, como la que sufren los habitantes de ciudades bellísimas. Así lo comprobé en Florencia, donde viví hace años; supe que los florentinos tenían sus propios carnés para entrar en restaurantes privados o incluso en sesiones exclusivas de cine con el único objetivo de estar lejos de los turistas. Pues bien, sin llegar a este extremo, ¿qué podemos hacer cuando nos asalta este malestar en vacaciones?
Lo primero, acepta que la sensación de desear estar con menos gente a tu alrededor es normal —y recíproca hacia ti, por cierto—. Tú también eres un extraño para el resto. Si te ocurre, no eres ni más ni menos raro (en todo caso, podrás ser más o menos transigente). Como hemos visto, la incomodidad es una respuesta animal. Ahora bien, vamos de vacaciones donde queremos ir. Nadie nos obliga. Si escogemos un sitio codiciado por el resto de los mortales, por algo será. Cualquier ciudad o paisaje tiene sus temporadas bajas, como sucede con las playas mediterráneas, que si fuéramos en febrero, estarían vacías aunque sería más difícil que nos bañáramos sin congelarnos. Por supuesto que siempre existen opciones “ermitañas”, aunque seguramente menos atractivas o solo accesibles para unos pocos. Así pues, si donde vas hay mucha gente, reconoce las ventajas, acepta el precio de la decisión que has tomado y no te amargues por ello.
Segundo, si estás en sitios muy concurridos, cambia los horarios para disfrutar en una cierta soledad. Almuerza antes o después, madruga o trasnocha para estar con menos gente a tu alrededor.
Y tercero, cuando estés rodeado de más personas de las que te gustaría, encuentra las ventajas, cambia de actividades y míralo en positivo. Quizá no puedas leer tranquilamente un libro, pero sí puedes conocer gente u observar comportamientos, como hacen los sociólogos.
En definitiva, todos precisamos mantener una cierta distancia física con extraños para sentirnos bien, pero también necesitamos descansar en vacaciones. Si hay demasiada gente, ya sabes, has decidido “bien”. Acéptalo, reconoce que tú también eres un extraño para el resto, busca tus momentos para estar tranquilo y encuentra nuevas actividades que hacer bajo esas circunstancias. Las vacaciones son para disfrutarlas y no para amargarnos porque el resto haya decidido exactamente lo mismo.