Es necesario exponer a los niños a distintas actividades más allá de la escuela y ayudarles a entrenar su actitud.
Tenemos muchos tipos de inteligencia. Algunas que nos ayudan especialmente a movernos mejor por el mundo. Una de ellas es la inteligencia práctica, es decir, “saber qué decir, a quién, cuándo y cómo decirlo para lograr el máximo efecto”, como escribió Robert Sternberg a finales de los noventa. Se trata de una inteligencia puramente operativa o de procedimiento: se centra en cómo hacer las cosas sin necesidad de comprender necesariamente los motivos o saber explicarlos. Es distinta del cociente intelectual. De hecho, se puede tener un cociente altísimo y muy baja inteligencia práctica. Esto les sucede a algunos genios: resultan un poco torpes en sus interacciones sociales. Un fenómeno que analiza José Antonio Marina en sus libros. Pues bien, mientras que la inteligencia analítica es genética, la práctica depende de la educación, fundamentalmente. Al fin y al cabo, es un tipo de conocimiento que se va adquiriendo desde la infancia y que nos ayuda a movernos por el mundo con mayor soltura. Veamos qué ayuda a que se desarrolle y cómo podemos incorporarla en la educación de nuestros hijos. La clave está en explicarles que tienen derecho a expresarse y preguntar, como explica Malcolm Gladwell en su libro Outliers.
Según Annette Lareau, de la Universidad de Maryland, existen dos maneras distintas de educar: “cultivo concertado” o “crecimiento natural”. Lareau llega a esta conclusión cuando ella y su equipo graban durante más de 20 veces lo que hacen 12 familias de diferentes recursos y razas. Más allá de que los padres sean estrictos, indulgentes o implicados, aquellos que educan según “cultivo concertado” se implican en la educación de sus hijos a través de actividades extraescolares, entre otras iniciativas. En dichas actividades, aprovechan para fomentar el pensamiento crítico de los pequeños, les desafían con preguntas, les enseñan a negociar en las distintas circunstancias y, lo más importante, les inculcan una clave fundamental en su interacción con otras personas: sus hijos tienen derecho a preguntar lo que no sepan o a expresar su opinión.
Sin embargo, los padres de crecimiento natural no se implican tanto en la educación de sus hijos, entienden que crecen sin necesidad de un seguimiento tan personalizado y no les inculcan la sensación de derecho que alcanzan los otros. Ambos tipos de educación tienen ventajas e inconvenientes. El crecimiento natural ayuda a que los niños sean más creativos, menos quejosos y más independientes en la gestión de su tiempo. Sin embargo, el cultivo concertado es mucho mejor en la medida que expone a los niños a distintas situaciones y a experiencias y les fomenta una actitud de derecho o de protagonismo, lo que les ayuda a desarrollar la inteligencia práctica (por cierto, Lareau encontró en Estados Unidos que las diferencias entre uno y otro se debían fundamentalmente al nivel de recursos de las familias. Mientras que el cultivo concertado se daba en familias acomodadas o de clase social media, el crecimiento natural era más propio de clases sociales sin recursos donde los padres no podían dedicar tanto tiempo a sus hijos y asumían una actitud más sumisa ante la autoridad).
Pues bien, si tomamos como referencia este estudio, ¿cómo podemos aplicarlo a la educación de los pequeños?
Lo primero de todo, necesitamos que nuestros hijos se expongan a distintas actividades más allá del colegio, y entrenar su actitud. Hace falta que interaccionen mucho, que se enfrenten a problemas y que asuman que ellos tienen el derecho a aportar, a opinar o a preguntar, dándoles su espacio. Para ello, como padres necesitamos dedicar tiempo, no solo enviarles a actividades para rellenar tiempo, sino a compartirlas con ellos, entrenándoles para que se puedan enfrentar mejor los retos, pero dejándoles que sean ellos quienes lo hagan. Es imposible que desarrollen la inteligencia práctica si intentamos protegerles ante cualquier dificultad. Podemos practicar con ellos respuestas, pero tenemos que dejarles el espacio para que se equivoquen, para que encajen los errores y para que aprendan de los mismos. Solo así obtendrán las claves en la interacción con las personas para mejorar en su inteligencia práctica.