Aseguro que no es mi objetivo en absoluto pero incluso en este texto, que trata de ser sincero y honrado, puede que haya trazas de mentira. Porque la verdad absoluta aplicada a los seres humanos no existe. Es así de duro y así de necesario a la vez. Por eso puede que la mayor verdad de todas sea precisamente esa, que todos, sin excepción, mentimos, maquillamos información o lo hemos hecho en alguna ocasión. Y quien se empeñe en negar esa afirmación… estaría mintiendo una vez más.
No es sencillo ni agradable admitir la mentira en nuestras vidas, de hecho, nos cuesta perdonar a una persona mentirosa o, por lo menos, la confianza hacia ella se ve seriamente afectada. Solo hay que recordar el reciente caso de la actriz Ana Allen cuando a partir de destaparse que no estuvo invitada a los Oscar, se supo que llevaba años inventándose su vida profesional. España la desenmascaró, la humilló y la sentenció hasta el punto de que esa mala reputación es probable que le acompañe durante muchos años. El hecho de que todos mintamos no significa que lo hagamos de la misma manera que Allen. Hay engaños incluso peores, terribles y masivos que hacen desplomar la economía mundial, hay mentiras absurdas, mentiras que tratan de ocultar infidelidades… un abanico enorme, pero también las hay sociales o piadosas, y son estas últimas a las que ninguno estamos dispuestos a renunciar.
Para la experta en detección de mentiras y MBA en Harvard, Pamela Meyer, estas pequeñas mentiras no tienen por qué ser dañinas ya que lo único que hacen es mantener nuestra dignidad social. Y si no, hagamos la prueba:
¿Qué pasaría si llegamos tarde a una reunión y somos tan sinceros de admitir que la noche anterior se alargó y nos hemos quedado dormidos? ¿Qué ocurriría si tuviéramos que contestar con la verdad por delante a esa persona que te pregunta qué tal le queda esa talla 36 a punto de estallar? ¿Y si en una entrevista de trabajo afirmásemos con honestidad que nuestro nivel de inglés no es medio/alto, sino bajo tirando a ‘relaxing cup of café con leche’? Podríamos seguir con miles de ejemplos diarios pero es evidente que socialmente está más aceptado decir que llegamos tarde a la reunión por un atasco imaginario, que a esa chica le realza su figura ese vestido, o que nuestro nivel de inglés es parecido al de Shakespeare. La sociedad nos obliga por nuestro bien, por nuestra imagen y por la de los demás… y así lo hacemos.
Esto lo explica bien Meyer cuando afirma que “estamos en contra de la mentira de cara a la sociedad, pero en secreto estamos a favor”. Y no solamente mentimos para mantener esa dignidad social de cara a los demás. También nos mentimos a nosotros habitualmente porque “el engaño es un atajo para conectar nuestros deseos y fantasías, y sobre quién y cómo nos gustaría ser, con quien somos realmente. Para rellenar esas brechas estamos dispuestos a mentirnos”.
El hecho de que este tipo de mentiras no sean dañinas, o sean una condición de vida como afirmó Nietzsche, no debe suponer que nos relajemos y sigamos con la espiral. De hechosi reducimos este tipo de mentirijillas podría incluso mejorar nuestra salud física y mental, tal y como reflejó un estudio de la Universidad de Notre Dame donde los participantes, obligados a mentir con menos frecuencia, sintieron mejoras evidentes en su estado de ánimo. Asimismo, el presidente del Hospital Lenox Hill de Nueva York, Bryan Bruno, afirmó que “la mentira puede causar mucho estrés para las personas, lo que contribuye a la ansiedad e incluso a la depresión”.
La frecuencia con la que mentimos y nos mienten es brutal teniendo en cuenta datos objetivos de investigaciones científicas aportadas por Meyer. Cada día nos mienten entre 10 y 200 veces, siendo mayor el número de mentiras con personas que acabamos de conocer. En concreto mentimos hasta en 3 ocasiones en los 10 primeros minutos de interacción con desconocidos. Además, las personas más inteligentes y más extrovertidas son más propensas a la mentira y, en el caso del matrimonio convencional, se miente en una de cada 10 interacciones con la pareja. Tremendo.
El cantante Joaquín Sabina reflejó de forma brillante este último punto conyugal en su canción ‘Mentiras piadosas’, donde se reafirma en que “en historias de amor conviene a veces mentir, ya que ciertos engaños son narcóticos contra el mal de amor”. Mentir es tan antiguo como respirar, y tan innato que incluso los bebés fingen el llanto en ocasiones para llamar la atención. Ya en la adolescencia llenamos la edad del pavo y a nuestros padres de mentiras casi compulsivas y, de mayores, hay quienes no son creíbles ni cuando dicen la verdad… Por no hablar de los programas electorales.
Pero no nos engañemos, si atendemos solo a este tipo de mentiras banales, no hay de qué preocuparse. En su justa medida tienen hasta su punto beneficioso y nos pueden evitar malos ratos y alguna que otra pelea. Porque la sinceridad compulsiva, sin control, siempre acaba en enfrentamiento. De verdad.