Somos expertos en posponer cosas importantes. Esperamos hasta el último momento para preparar un examen o un informe y apuramos al máximo para entregar la declaración de la renta. Somos auténticos procrastinadores, como se dice técnicamente. Demoramos tareas que podríamos hacer con más tranquilidad si las hubiésemos empezado un poco antes. Hay varias explicaciones de por qué tomamos estas decisiones. La primera es la pereza. Aceptémoslo: nos aburren ciertos trámites y tenemos la fantasía de que un buen día nos levantaremos con la energía suficiente para hacer lo que nos cuesta. Es posible que en muchos casos sea cierto, sobre todo cuando son labores tediosas. El problema es que también nos sucede con aquello que nos gusta. Por eso existe otro motivo más: buscamos inconscientemente el estrés.
Sobre el estrés pesa un gran sambenito. Compramos fármacos para combatirlo o practicamos técnicas para reducir sus efectos perniciosos. Sin embargo, hace algunos años se demostró que también tiene una parte positiva. Cuando vivimos situaciones estresantes nuestras células se fortalecen, sintetizamos proteínas y reforzamos nuestro sistema inmunitario. Esta es la razón por la que, después de un esfuerzo físico en el gimnasio, uno siente una sensación agradable. Gracias al estrés generamos más adrenalina y noradrenalina, lo que permite que nuestra mente se agudice y que nuestra atención sea mayor. Por ejemplo, si tenemos que preparar algo importante no nos concentramos de la misma forma si disponemos de todo el día que en caso de contar con una hora, cuando el nivel de exigencia es mayor.
Si estamos obligados a realizar una operación en poco tiempo nuestro nivel de concentración aumenta y las interrupciones se reducen drásticamente, por lo que dejaremos el móvil aparcado en una esquina. Buscamos el estrés para activarnos, aunque nuestra respuesta sea inconsciente. El problema surge cuando calculamos mal y nos pasamos del plazo de tiempo del que disponemos. Entonces, esta situación deja de ser una reacción positiva para convertirse en algo que realmente nos daña. Para evitarlo y convertir al estrés en nuestro aliado, el matrimonio Crum sugiere tres pasos en un artículopublicado en la Harvard Business Review.
Primer paso: aceptemos al estrés. Más que negarlo, es recomendable nombrar el nivel de estrés al que estamos sometidos. Curiosamente, lo que opinemos de esta situación definirá el nivel de respuesta de nuestro cuerpo. Si creemos que nos juega una mala pasada, nuestro nivel de cortisol aumentará mucho más que si vemos su cara amable, como se ha comprobado en la Universidad de Stanford, en Estados Unidos.
Reconocer el estrés también nos ayuda a tomar distancia. Cuando se activa en nosotros, los centros automáticos, como la amígdala, cobran fuerza en nuestro cerebro. Según una investigación basada en escáneres cerebrales, si hablamos de lo que nos altera, la actividad neuronal pasa de la amígdala al neocortex, lo que nos permite una respuesta más consciente y elaborada. Por eso, para evitar que nos paralice en exceso, tenemos que hablar del estrés y reconocer en qué nivel nos encontramos.
Segundo paso: seamos propietarios de nuestro estrés. Esta situación nos impide caer en lamentos o en excusas de por qué me pasa a mí. Como sugiere el matrimonio Crum con una metáfora, si hemos decidido subir al Everest, hemos de asumir que vamos a pasar unas cuantas noches frías y oscuras. Por eso, si queremos preparar un informe importante, emprender un negocio o criar un hijo, necesitamos aceptar que dicha decisión implica momentos difíciles y alguna que otra noche fría y oscura en la ladera del Everest. De esa misma manera, si hemos decidido dejar algo para el último momento, tenemos que asumir que estamos pagando el peaje por el camino que hemos elegido.
Y tercer paso: usemos al estrés en nuestro propio beneficio. El límite del estrés positivo y del que nos hace daño lo tenemos que manejar nosotros. Es posible que acusemos mucho estrés si dedicamos solo un día a ese informe importante o a preparar un examen pero que, si ampliamos el plazo de tiempo e invertimos un par de días, no nos dañe tanto. Ese límite ha de definirlo cada uno conforme a su carácter y a la actividad. Vale la pena reflexionarlo para utilizarlo en nuestro propio beneficio.