Aunque la palabra trabajo proviene de un instrumento de tortura, necesitamos dignificarlo. Trabajar no es necesario solo para sobrevivir, sino para realizarnos como persona.
Es curioso que el día del Trabajo se festeje tomándonoslo libre, que equivaldría a celebrar el día de la madre sin ella. La propia palabra tampoco evoca cosas buenas. De hecho, el término trabajo proviene del latín y de un instrumento de tortura, que tenía tres palos (tripalium). Casi nada. El término negocio tampoco se queda atrás, ya que significa no-ocio. Y reconozcamos algo: hay muchas cosas muy apetecibles en la vida más allá del trabajo y existen profesiones que son durísimas y máxime en países con altas tasas de pobreza. Pero dicho todo eso, es hora de desestigmatizarlo. Necesitamos trabajar por algo más que por dinero, porque también es un camino para la realización personal, la satisfacción con uno mismo y la felicidad. Es bueno reconocerlo y decirlo a los jóvenes, en especial, cuando se enfrentan a su primer empleo creyendo que es el final de los buenos días (por supuesto, el mercado laboral y las condiciones a las que se enfrentan son poco alentadoras, pero nos referimos a algo diferente).
Lo opuesto al trabajo vendría a ser el ocio, entre otras actividades. El ocio es necesario, pero el trabajo también. Carl Rogers, uno de los psicólogos humanistas más relevantes del siglo pasado, decía que a las personas nos mueven dos grandes necesidades: ser parte del grupo y el autodesarrollo. El buen trabajo consigue ambos objetivos: por un lado, nos sentimos parte de un proyecto, de un equipo o de un propósito. Y por otra parte, nos ofrece el camino para el aprendizaje y el desarrollo. Ahora bien, para conseguirlo requerimos esfuerzo. Es más, aquellos trabajos que son monótonos, que nos aburren o que no nos implican un desafío tampoco nos motivan. Lo demostró Mihaly Csikszentmihalyi, profesor de la Universidad de Chicago, cuando midió la felicidad de las actividades cotidianas. Cuando hacemos un trabajo que nos absorbe y que nos obliga a dar lo mejor de nosotros mismos, es cuando conseguimos la autorrealización y los instantes de felicidad. Pero, claro, todo ello implica trabajar y esfuerzo. Y es posible que la mala fama del concepto del esfuerzo esté relacionado con nuestra cultura.
En la cultura latina el esfuerzo no tiene tan buen marketing como en la anglosajona. No hace falta más que ver de qué nos jactábamos cuando éramos pequeños: de lograr aprobar un examen sin dar ni golpe. En la prueba teórica de conducir se observa de maravilla: nadie estudia (o casi nadie reconoce haberse esforzado). Se copia en los exámenes y a pocos se le ocurría chivarse al profesor. Desde el colegio en las culturas anglosajonas el trabajo se considera algo serio y se le respeta. Aquí, sin embargo, el que se esfuerza está mal visto por los compañeros (o se le considera el “pringado” del grupo). Todo esto no significa poner por encima de toda nuestra vida el trabajar, trabajar y trabajar, como ocurre en otras culturas, como las asiáticas, como me contó una directora de Recursos Humanos de una empresa de esos países. Cuando sus directivos originarios de allí eran de nuevo reclamados a la central después de varios años en España, lloraban desconsolados porque habían vivido también el placer del ocio. Por tanto, el reto es el equilibrio: valorar el ocio y el trabajo como fuentes de felicidad y como algo necesario para ayudarnos a sentirnos bien con nosotros mismos.
En definitiva, está claro que las empresas, los jefes, las condiciones laborales, una necesidad de mejores sueldos y un largo etcétera nos ayudaría a tener trabajos más gratificantes y motivadores. Pero dicho esto, el trabajo en sí mismo también tiene su valor y hay que reconocérselo como camino de desarrollo personal y de felicidad.