En la Noche de Reyes cuando acostamos a los niños, el de seis años estaba intranquilo porque no había incluido en su carta un regalo que quería. Su padre le dijo que no se preocupara, que cerrara los ojos, que pensara intensamente en lo que deseaba y que los Reyes, que también eran magos, sabrían leer su mente. Cuando el niño así lo hizo, nos sorprendió una lágrima que comenzó a discurrir por su mejilla. Era una expresión de ilusión, de pensar que un sueño podría conseguirlo con solo pensarlo. Es posible que las Navidades emocionen de un modo especial cuando tienes niños pequeños porque te conectan con una parte de tu propia infancia y con la ilusión que teníamos cuando esperábamos los regalos o cuando soñábamos con la magia. Pero más allá de esas fechas, es también posible que la ilusión sea una de las emociones que los adultos más necesitemos recuperar en nuestra vida.
En enero nos llenamos de objetivos, muchos de ellos parecidos años tras año: que si ir al gimnasio, que si buscar un nuevo trabajo o un nuevo proyecto, que si aprender esa afición que se nos resiste… Pero no sé cuántos de nosotros incluimos en nuestra lista de buenos propósitos recuperar la ilusión con la que nos enfrentamos a las cosas.
A veces parece que estar ilusionado no tiene buena prensa. De hecho, hasta la propia palabra tiene una acepción negativa, como recoge la Real Academia de la Lengua, que la define como “un concepto, imagen o representación sin verdadera realidad”… El concepto iluso proviene de ahí. Sin embargo, la RAE también aporta una segunda acepción, como esperanza que nos resulta especialmente atractiva. Dicha esperanza está íntimamente relacionada con la felicidad.
La materia de la ilusión es puramente emocional. Se escapa de explicaciones racionales o justificaciones de ningún tipo. Simplemente se está y esa sensación es de fuerza, una fuerza que es capaz de darnos argumentos más que sobrados para explorar aquello que nos ilusiona. La ilusión por sí sola no construye proyectos o relaciones o nuevas empresas o nos lleva a realizar ese viaje con el que soñamos, pero sí que es el motor para movernos a conseguirlo. Y es posible que lo que realmente nos envejezca, más allá de lo que diga nuestro DNI, sea la pérdida de la ilusión de lo que hacemos, lo que tenemos o lo que somos. Por ello, es una buena idea incluir la ilusión como una de las intenciones para alcanzar o mantener a lo largo de este año que comienza. ¿Y cómo recuperarla si sentimos que la hemos perdido en algún momento?
Como hemos dicho, es puramente emocional, por lo que tenemos que responder a una pregunta muy sencilla: ¿Qué es lo que realmente queremos, qué es lo que nos hace vibrar por dentro? Esa respuesta ha de ser pura, más allá de lo que podamos alcanzar con nuestros recursos o alejados de nuestros miedos. No hay que responder pensando a priori: “Total, si no lo voy a lograr…”. Respóndete a ti mismo con sinceridad. Luego, ya vendrán las estrategias para conseguirlo.
La ilusión está íntimamente muy relacionada con la capacidad de sorprendernos. Recuerda por qué son tan emocionantes los Reyes Magos, porque llevan magia. Y dicha magia la podemos incorporar cada uno de nosotros en nuestra vida si somos capaces de asombrarnos con los ojos de un niño de todo cuanto somos y tenemos. La sensación de rutina, aburrimiento o hastío porque ya lo sabemos, es la antítesis a la ilusión y, por supuesto, a la felicidad. Tampoco se ha de centrar en los grandísimos proyectos, sino en cada uno de los pequeños pasos que logremos.
Y por último, la ilusión es una actitud que reside en todos nosotros. Nacemos con ella, por lo que simplemente, hemos de aprender a recuperarla. Los niños son unos buenos maestros en este camino y recuperar nuestras sensaciones amables de nuestra infancia o nuestra adolescencia, cuando nos dejábamos sorprender por todo cuanto nos sucedía, es un buen camino para aprender a ser felices ya de mayores.
Imagen: Licencia Creative Commons, Sergio Alcántara